Estrella Doria, la prestadora de ataúdes

Por: Mario Sánchez Arteaga
3 semanas atrás

La tía Estrella se levantó empijamada en medio de una fría mañana endomingada. Abrió la ventana de madera que le daba luz y aire a la habitación. Sentía con ahínco el peso enjorobado de su espalda y el aliento de vida se escabullía como espanto de monte. Intentó llamar a una de sus empleadas para que le buscara las pantuflas y le ayudara a bañar. No tuvo fuerza para pronunciar nombre alguno y mucho menos para pegar un grito vagabundo. Tomó el bastón, fue dando pasos lentos mientras intentaba una y otra vez llamar a alguien, pero solo provenían de su boca encogida, sin chapa, ripios de bostezos, con hedor de muerte. Sabía que había llegado su hora, la estaba esperando, se había cansado de todo… Hasta de vivir.

Antes de llegar a la cocina se paró frente al cuarto de San Alejo, donde hacía 15 años había guardado el cajón y vestido de mortuoria para ella y su marido. Entró silenciosa y con un paneo de 190 grados, evidenció que lo que buscaba no se encontraba en el lugar. Fue entonces cuando exclamó y salió la última frase de su prolongada existencia, ¡Mierda ayer presté el cajón para el entierro de comadre Victoria!

Estrella Doria, como era su nombre original, había sido apodada cariñosamente por todos los conocidos como la Tía Estrella. Los más de 500 habitantes que residían en un corregimiento donde ella creció toda la vida, fueron testigos de la generosidad y afecto con el prójimo que la mujer profesaba.  Era propietaria de una próspera finca de 650 hectáreas donde empleaban a más de 40 trabajadores dedicados a la ganadería, cultivo de maíz y arroz.

La tierra era fértil pero muy apartada del casco urbano, aproximadamente a 5 horas. La propiedad terminaba en una vereda montañosa donde quedaba la casa principal. Enviudó a los 85 años y en ese momento acababa de cumplir 96. La Tía Estrella era madre de 5 hijos, todos vivían por fuera. Aprovecharon la bonanza familiar para estudiar y fecundar sus vidas en la ciudad. Cada fin de año se reunían y visitaban a la matrona, que gozaba sigilosamente esos instantes con sus hijos, nueras y nietos.

Por la finca pasaron muchas personas pidiendo trabajo, ayuda económica, comida, madrinazgo de estudios, medicamentos, donaciones a misioneros religiosos que atravesaban la manigua para llevar el evangelio, y, hasta alcahuete de amoríos prohibidos que buscaban su venia. Los trabajadores que iban envejeciendo los indemnizaba con 5 hectáreas de tierra. Tanto ella como el marido fueron personas extremadamente organizadas y premeditadas.

Cuando ambos pasaron de los 80 años de edad, mandaron a elaborar las bóvedas donde reposarían sus cuerpos inertes, una al lado de la otra. Al tiempo pidieron dos cajones y vestidos de mortuoria para cada uno. Se guardaron en el cuarto de San Alejo en una esquina a esperar el gran día.

A esa edad se habían despojado de toda vanidad, a sabiendas de que los terrenos, ganado y cultivos, no se irían con ellos.

Todos los meses ordenaban asear las bóvedas, desempolvar y limpiar los ataúdes para evitar el deterioro. Tanto los trabajadores como los hijos y nietos les aterraba pasar por ese cuarto, oscuro, lleno de chécheres y objetos dañados. Asomarse causaba terror, para los viejos era algo natural de la vida y no querían encartar a sus allegados cuando fallecieran.

Comenzó a morirse la gente anciana del pueblo. Por lo general de muerte natural o de vejez. Encontrar un ataúd cercano era una odisea. Había que salir tres horas en bestia más 2 en carro. Fue entonces cuando surgió ese pozo de nobleza que brotaba de la Tía Estrella, donando el cajón adquirido para luego ser repuesto sin tanto afán. Así, en esa dinámica fueron unas 37 veces que con el beneplácito del marido lo prestaban a los habitantes de aquella provincia.

Las empleadas se percataron del estado de debilidad de la Tía estrella, encontrándola postrada de rodillas en el cuarto de San Alejo, poseída de una frialdad de esquimal, atormentada en una mirada díscola y sin poder pronunciar absolutamente nada. Entre varias la cargaron a la cama, tampoco era que pesaba mucho el conjunto de huesos cubiertos de pellejos de piel arrugada.

Ahí estuvo dormida en medio de quejidos y murmuraciones. La niebla ancestral se estacionó espesa encima de la casa. Los perros aullaban con un lamento sepulcral, la brisa de ese domingo estremecía los tejados y espelucaba los árboles de jobo que enredados entre ramas formaban un bosque de ensueño.

El capataz de la finca salió embestido en su yegua arisca 3 horas a pita suelta para llamar por teléfono a los hijos y dar la noticia. Antes de salir se escuchó el primer llanto de las empleadas, anunciando que todo estaba consumado.

Habían sido 37 las personas que yacían enterradas en el cementerio cercano gracias a la bondad de Estrella. Niños, jóvenes, ancianos, todos morían por el motivo que fuese y ya sabían que la finca era una especie de funeraria. Nunca se negó a ese favor. Los cajones salían, y cuando la familia del difunto lograba reunir el dinero y comprarlo, nuevamente le entregaban otro.

Entretanto los vestigios del tiempo iban tatuando sus cuerpos, los días corrían como tren sin frenos y las noches se hacían eternas. Era aterrador ver esos 2 féretros parados y los outfits para cadáver blancos colgados en gancho.

El capataz avisó a los hijos y estos quedaron de enviar un helicóptero debido al difícil acceso para llegar, recoger el cuerpo, traerlo a una funeraria y prepararlo. Pensaron más bien cremarla y realizar todo el proceso de velación y exequias en una ceremonia íntima, con el círculo familiar más cercano.

El cuerpo de Estrella Doria permanecía en su cama matrimonial de 76 años en aquella mañana enlutada. Se había jactado durante los últimos lustros de tener esa precaución de anticiparse a su propia mortuoria.

Cuando la visitaban, sacaba el ropaje blanco y mostraba los ataúdes con la tranquilidad de festejar o celebrar algo. Había ordenado las bebidas calientes que deberían repartirse y, ante todo, matar una vaca, para que nadie padeciera de hambre las 9 noches.

El pueblo en pleno llegó a la finca, no era cualquier muerto el que estarían despidiendo. Los agradecidos habitantes del corregimiento se opusieron a que el cuerpo de Estrella fuese llevado a la ciudad. Los hijos llegaron en el helicóptero y se vieron obligados a realizar los actos fúnebres en el lugar. Los familiares se sorprendieron al ver que los despojos mortales de su madre, nuera y abuela, reposaban en un ataúd insignificante, hecho con retazos de madera que los mismos vecinos le habrían elaborado.

El día anterior de su muerte, la Tía Estrella se encontraba meciéndose en su mecedor de mimbre blanco, mientras una de las empleadas le trenzaba el cabello. Llegaron afanosamente a avisarle que su comadre Victoria acababa de fallecer. Sin dejar que terminaran de anunciarle la triste noticia, autorizó que se llevaran la caja tallada con nombre suyo, ubicada en el San Alejo, preparada para su última morada.

Tanto cajón que hubo en aquella finca convertida en la funeraria del pueblo que, el día de la muerte de su dueña, no había ni vestido ni ataúd. Ella estaba como todos los muertos, con ganas de hablar sin poder hacerlo, con ganas de pararse y atender a sus allegados. Echar cuentos de su glorioso pasado, llorarse a sí misma y gozar del evento que tanto esperó. Pero no tendría opción alguna que estremecerse en la eternidad.

Quizás si hubiese querido, se habría despertado, pero prefirió seguir su mortuoria vestida con la pijama de aquella mañana endomingada y permanecer acostada en el improvisado ataúd con retazos de madera que los coterráneos labraron artesanalmente con sus callosas manos.