Ellos deberían ser eternos

Por: Mario Sánchez Arteaga
1 año atrás

El día que falleció mi primer abuelo sentí que me habían arrancado una parte de la infancia. No lograba asimilar que aquella figura ancestral, postrada en su mecedor, ya no estaría en la casona de un pueblo encantado donde fui feliz cuando niño.  Ese día por primera vez vi a toda la familia vestir de negro y oír unos llantos macondianos que salían del patio y enlutaban todo el vecindario. Esa noche no pude dormir, tampoco llorar. Algo se me desprendía del pecho y no sabía qué.  Despertaba a cada instante escuchando sus pasos sosegados arrastrando los zapatos, las fotografías en sepia rodaban en mi mente haciendo una sinopsis de su existencia en la mía.

Sentía que la magia de esa casa encantada ya no sería la misma y que parte del niño que ambulaba en mi cuerpo de adulto se había marchado para siempre.

Y como dice el icónico Bolero de Julio Iglesias “Al final las obras quedan, las gentes se van. Otras que vienen las continuaran, la vida sigue igual”. La vida continua, pero ya con un vacío que nadie jamás podrá llenarles a los nietos cuando los abuelos se van.

Sabemos que nos vamos a morir, pero mientras estemos vivos no lo creemos. Sabemos que vamos a envejecer, pero pensamos que nunca vamos a llegar allá. Quisiéramos perpetuar el tiempo, congelarlo y vivir un presente infinito donde nada marchite y todo florezca. Donde nadie se muera.

El merenguero Kinito Mendez, escribió un verso muy certero en la canción El Asilo La vejez, etapa de la vida, chula, linda bella, dichoso el que llega a ella. La vejez, etapa de la vida, dura, fuerte, penosa, marchita como una rosa. Esa etapa en la que gozamos de la presencia de los abuelos, de sus historias, de sus vivencias y experiencias de un pasado emblemático que según ellos “todo era mejor”.

Los abuelos nutren nuestra existencia con su presencia, su saber ancestral está por encima de cualquier pregrado, maestría o doctorado. Transmiten tranquilidad, sabiduría, cariño, estabilidad y muchos otros valores necesarios en la vida. Verlos reconforta, mientras estamos delante de su mitológica figura encorvada nos achiquitamos y surge una transfiguración que por instantes nos convierte en el infante que un día fuimos.

La primera vez que llegué a la casa de mis abuelos maternos sin su presencia fue impactante. Una casona ubicada en el campo, donde en las vacaciones nos reuníamos una veintena de primos a deleitarnos en faenas interminables de corrinchos. En las noches la abuela, después del trajinar del día, nos contaba historias sobre los barcos que zarpaban en el Sinú, de fantasmas que según ella presenció de joven. El abuelo se mecía y se mecía en su hamaca, silbaba las melodías de Alejo Durán en una tonalidad tan agradable que los nietos más pequeños iban cayendo uno a uno acunándose en camas de estera.

Hoy la casa está vacía. Ya no se escuchan la sinfonía de los monos trepando los frondosos campanos, ni la bandada de aves silvestres que coreaban todo el día en medio de los arbustos. Solo quedan sus fotos a blanco y negro colgadas en paredes de bareque con cemento. Podrán hacer transformaciones y mejorar esa infraestructura bucólica, pero jamás volverá hacer la misma, simplemente porque ellos no están ahí…los abuelos.

La figura de los abuelos también influyó en grandes literatos, como el Nobel portugués (1998) José Saramago, quien varias veces afirmó la importante influencia de ellos en su obra. “El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía ni leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo”. Ese hombre sabio a quien se refería el escritor fue su abuelo Jerónimo, quien en noches veraniegas le contaba historias asombrosas para dormirlo, pero el efecto era contrario; Saramago estaba grabando con atención lo que años más tarde lo convertirían en un atildado escritor.

Otro caso que no podíamos obviar es el de nuestro Nobel colombiano Gabriel García Márquez. Sus padres lo dejaron a la edad de un año a merced de los abuelos Nicolás Márquez y Tranquilina Iguarán. “Me contaba las cosas más atroces sin conmoverse, como si fuera una cosa que acababa de ver. Descubrí que esa manera imperturbable y esa riqueza de imágenes era lo que más contribuía a la verisimilitud de sus historias. Usando el mismo método de mi abuela, escribí Cien años de soledadindicó Gabo en su libro “Vivir para contarla”. Su abuelo Nicolás también fue referente de inspiración para “El coronel no tiene quien le escriba” y el personaje de su obra cumbre el Coronel Aureliano Buendía.

El escritor mexicano Carlos Fuentes, lanzó en una ocasión una frase que a todos puso a reír “Son más importantes los abuelos, porque si ellos no hubieran existido, los papás tampoco.”

Cada vez que muere uno de nuestros abuelos, se va desmenuzando parte de lo que queda de nuestra infancia. Ellos deberían ser eternos.