(Un relato de ficción, basado en un hecho real)
Amancio Esquivel llegó borracho como de costumbre pasadas las 5.00 pm en su clásica bicicleta turismera. A pesar del estado de embriaguez, nunca se había caído. Lucía, una camisa guayabera cuatro puertas, zapatos encordonados negros y pantalón de lino, habitualmente vestía así. Sus prendas lucían impecables mientras la estela del perfume Jean María Farina iba quedando por donde pasaba.
El vecino de en frente lo saluda con afecto y lo invita a sentarse en una mecedora María Palito desvencijada en su terraza, le ofrece un trago de aguardiente mientras escuchan en la radio un especial de la Sonora Matancera. Tanto el vecino como Amancio están estropeados por el etílico y al terminar la botella el verbo y el predicado no conjugan en su dialecto. Amancio le pone la mano en el hombro a su vecino y con propiedad le dice – Vecino le compro su mujer-
Reina un estrepitoso silencio dejando que las ondas rítmicas de la Sonora se apoderaran del lugar. Ambos se miraron crudamente, el vecino tendría 22 años, igual su compañera, mientras que Amancio llegaba a los 55 y había enviudado hacía mucho tiempo. — Le doy 20 millones, piénselo –
Amancio había llegado de la manigua hacía un año, decidió vender la tierra que tenía por 110 millones de pesos y se mudó con sus 3 hijos a un pueblo medio civilizado. Los había criado a su manera, con poco afecto, pero sin evadir las responsabilidades de un padre. Estuvo siempre ahí como figura patriarcal, pero ausente en los aspectos afectivos que un infante o adolescente necesita en momentos cruciales. Imperaba en él un machismo colonial.
Cuando pasaron de vivir en la crudeza selvática del campo al casco urbano, dejó a que los 3 hijos buscaran y construyeran su propio rumbo, sin tener que ver con estudios secundarios por terminar. Decidió gozar del dinero logrado de la venta de su tierra porque, según su consigna, ya había trabajado mucho.
Al día siguiente el vecino se acercó y le preguntó si la propuesta del día anterior era en serio. La cifra era una suma bastante tentadora para la época y estaba dispuesto a negociar. Amancio le confesó que hacía unos meses venía observando a la joven mujer, era atractiva y hacendosa. Él buscaba compañía y atención para el resto de su vida. El negocio se cerró en 25 millones con una premisa del vecino
—Solo le pido que me la trate bien –
No sé qué le habrá dicho el vecino a su mujer para que esta aceptara la propuesta y se convirtiera en una mercancía al mejor postor, pero aceptó, no muy agraciada, pero solo le tocó caminar 10 metros para cambiar de domicilio y llevarse en una cartona sus pertenencias.
Al llegar a casa con su nueva compañera, revestido de cierta juventud que airaba en su ego de macho apuesto, los hijos no vieron con buenos ojos la llegada de una mujer menor, 30 años que su padre y contemporánea con ellos. Él le quiso dar su lugar dándole facultades de mando.
La convivencia entre la mercancía amorosa y los hijos fue belicosa, intolerante y destructiva. Poco a poco cada uno fue dejando la casa para hacer su propia vida, dejando al padre inmerso en el trago, los gallos y la vigorosidad que le representaba su dama de compañía permanente.
Al cabo de 7 años, Amancio volvió a enviudar. No tenía 3 meses del fallecimiento de su compañera cuando se fue a un caserío cercano y compró una nueva mujer de 19 años de edad por 15 millones. Con esta joven se desinhibió en atenciones y ella, picarona y adiestrada por la madre oportunista que la vendió, fue arruinando al vejete comprador de amores. Aparecieron los achaques de la vejez y la última adquisición femenina se fugó una noche de riña gallística con el garitero del billar de la esquina, dejando el closet vacío donde guardaba el dinero el propietario de su cuerpo.
Ya en la cúspide de la tercera edad, con la joroba pesada, los vestigios que eran impecables, deteriorados, la bicicleta oxidada, sin tener con qué pagar el arriendo, solo y sin dinero para volver a comprar compañía; no tuvo otra opción que buscar a los hijos. La desventura y la zozobra fueron el camino que ellos tuvieron que enfrentar, sumidos en la inestabilidad, con empleos de celador, jardinero y empleada de labores domésticas en casas prestantes. En sus hogares no había una cama más para un padre que dejó a merced de los vaivenes del mundo su suerte, viviendo la ruleta de la vida, mientras él, teniendo para suministrar un poco de ayuda, prefirió vivir de gocetas y comprador de amores.
Al unísono, como aquella música de la Sonora Matancera, la decisión fue ingresarlo en un asilo de caridad al cuidado de unas religiosas que le daban migajas de cariño a más de 80 ancianos que llegaron al lugar, no por ser cosa buena en la flor de la vida.
Daniel, el hijo menor de Amancio, había presenciado a la edad de 8 años cuando su padre entregó empeñados a su hermana mayor de 14 años y a su hermano de 12. Vivian en condiciones tan infrahumanas que hubo días en que tocó comer tierra y hojas de árboles. Los animales de monte se perdían y hasta cazar era una odisea. En medio de ese desierto de pobreza, la esperanza no se asomaba ni en el viento y tocó pasar la montaña del olvido en que el mundo los había enterrado.
Ese día que vio a sus hermanos tener que quedarse en contra de su voluntad con un hacendado viudo cincuentón, que entregó 3 bojotes de billetes a su padre, con la condición que, si en 2 años no regresaba con el dinero y sus intereses, tomaría como esclavos a los 2 hijos adolescentes; fue inolvidable. En la noche se escondió debajo del catre, a llorar la ausencia de los hermanos mayores.
El dinero fue utilizado para comprar tierras y ponerlas productivas. David, el menor, acompañó a su padre en ese nuevo camino. Contrataron trabajadores y los resultados se vislumbraron rápidamente en labores de agricultura. A los dos años y medio, Amancio regresó por sus 2 hijos. No llevaba todo el dinero, pero era poco lo que faltaba. Encontró a su hija ya de dieciséis años, parida con un hijo, y a su hijo de 14, con el maltrato que los jornaleros más agrestes reciben del trabajo descomunal. El viudo había tomado por mujer a su hija y como peón al otro hijo mientras estaban en empeño. En la negociación, el viudo se quedó con el recién nacido, exonerando el dinero faltante. No había existido un día más lúgubre y oscuro en la vida que ese.
La semana pasada uno de sus hijos pasó a visitarlo al asilo, le llevó panocha de coco recién horneada y peto de bebida. Mientras degustaban de esos manjares, Daniel, hijo menor, se conmovió al ver el ocaso de su padre, la camisa guayabera bastante despintada, la dificultad para agarrar las cosas, para caminar y valerse por sí mismo, de tener que llevarle los alimentos a la boca y darle el peto por cucharadas como un bebé se toma la colada. Amancio lo miraba con pena y piedad, las lágrimas afloraban recorriendo la espiral de las arrugas en su rostro estropeado.
Daniel, antes de despedirse, le preguntó a su padre: —¿Cuál es tu mayor anhelo a esta edad?
Su padre no demoró en responderle mientras tragaba la última cucharada de peto y se sacudía la barba despeinada y sucia de afrechos de coco que le quedaban de la panocha
—Quiero morirme pronto, pero no dejes que me entierren. Ordena que me cremen, a ver si así me despido de este mundo con un último polvito—.