Hay una riqueza que no se mide en barriles ni toneladas. No se extrae de la tierra ni se guarda en bóvedas. Reside inmaterialmente en las ideas y los sueños de nuestra gente, esperando un catalizador para transmutarse en desarrollo y competitividad. La riqueza de un territorio no siempre se ve, pues en un mundo donde la inteligencia artificial, la biotecnología y la automatización cambian la forma de producir, esa riqueza tiene un nombre: conocimiento.
Hagamos el ejercicio de descubrir sus secretos. El primero se desprende de que el Banco Mundial estima que para el año 2030 el 85 % de los empleos requerirán habilidades tecnológicas, y sabiendo que en Colombia solo 57 de cada 100 jóvenes accede a la educación superior, asumimos un reto que no es estadístico, es estructural, pues nos impide aprovechar el mayor recurso que tenemos que es el talento. Y ojo, no se trata solo de más cupos, sino de conectar la educación con la economía del conocimiento, porque si el futuro será digital, no podemos seguir formando a los jóvenes con un modelo analógico.
Los países que entendieron eso hace décadas – Corea del Sur, Finlandia o Estonia- transformaron su estructura productiva apostándole a la educación, la ciencia y la tecnología. Mientras ellos invierten más del 4 % de su PIB en investigación, Colombia apenas alcanza el 0,27 %. Aquí me detengo a resaltar que el hecho que Córdoba haya formulado, y espero sea pronto adoptada, su primera Política Pública Departamental de Ciencia, Tecnología e Innovación no es un algo menor, la convierte en ejemplo de decisiones de largo aliento.
Retomo para entrar al tercer secreto. En un país como el nuestro, donde la ruralidad y la biodiversidad son parte del ADN, al tiempo que tiene desafíos en pobreza e inequidades, debemos entender que la innovación no es patrimonio de Silicon Valley, que puede nacer en un aula de clase de una escuela, en la adopción de metodologías STEAM por un profesor avezado, en un laboratorio de universidad o en una finca donde un dron ayuda a crecer un cultivo. Si según la FAO, las regiones que adoptan tecnología aumentan hasta un 30 % su productividad agrícola, es otra razón de peso para pasar de ser consumidores de tecnología a ser creadores de soluciones.
La educación, en ese sentido, es la mejor política social. Invertir en ciencia y educación no solo mejora los ingresos, si no que reduce las brechas sociales y multiplica el bienestar colectivo. Cada dólar invertido en educación genera hasta 10 dólares en retorno económico a largo plazo (OCDE, 2022). No hay mejor inversión social que un aula equipada, ni mejor subsidio que una beca. Formar científicos, ingenieras y programadores en nuestros municipios no es un lujo, es una urgencia.
Si logramos que el talento encuentre en la ciencia y la innovación una oportunidad para liderar la economía del conocimiento, no solo participaremos del futuro, lo construiremos.
A los que esperaban encontrar fórmulas mágicas, aquí les dejo los secretos de la riqueza para que los anoten:
Secreto 1: La riqueza ya no se siembra, se forma.
Secreto 2: Mientras los recursos naturales se agotan, el conocimiento se multiplica.
Secreto 3: Innovar no es un privilegio, es un deber.
Secreto 4: La ciencia es la mejor política social.
Secreto 5: El futuro se diseña, no se espera.
Mejor aún, coloquen su grano de arena para un mañana prospero. Nos necesitamos todos.
Boris F. Zapata Romero
Consultor en Competitividad, Innovación y Desarrollo Económico






