Javier De La Hoz

Lehder y Madoff dos caídas un mismo vacío – una reflexión de Semana Santa

Javier De La Hoz Rivero
1 semana atrás

Habitualmente, mis escritos se centran en temas profesionales relacionados con el medio ambiente, el cambio climático y la sostenibilidad, sin embargo, una entrevista de Carlos Lehder publicada el sábado pasado, sumada al recogimiento que inspira la Semana Santa, me llevó a detenerme, salir de la tónica habitual y reflexionar sobre una realidad que, aunque lejana en forma, es profundamente cercana en fondo: el peso destructivo del dinero cuando se convierte en el único lenguaje de valor.

Carlos Lehder, uno de los fundadores del cartel de Medellín, vivió una vida marcada por excesos, poder y dominio. Era propietario de una isla en las Bahamas, Cayo Norman, desde donde operaba sus rutas de narcotráfico. En su reciente entrevista, recuerda con distancia: “Tuve una isla en las Bahamas, la compré y cuando me extraditaron, el Gobierno de Bahamas la confiscó y la vendió en 41 millones de dólares.” Hoy, esa cifra equivale a unos 114 millones de dólares, y  esa era solo una de sus propiedades. “Todas las propiedades y las de mi familia en Armenia fueron congeladas por el Gobierno”, añadió. La imagen es clara: un imperio levantado con velocidad y poder, que terminó deshecho por dentro.

Lehder fue condenado inicialmente a cadena perpetua más 135 años de prisión en Estados Unidos. Su pena fue luego reducida a 55 años por colaborar en el juicio contra Manuel Noriega, y finalmente cumplió 33 años en una cárcel federal antes de ser deportado a Alemania. A sus 74 años, vive sin posesiones, afirmando: “Estoy pobre, pero libre.”

Pero la mayor pérdida no fue la fortuna, fue la familia. Su hija, Mónica Lehder, lo dijo sin rodeos en una entrevista: “¿Qué queda de todo ese imperio? Nada. No queda absolutamente nada. Queda tragedia, dolor, ausencia, soledad. Eso es lo que queda.” Su padre, un inmigrante alemán que había labrado un nombre honorable en Armenia, vio cómo el apellido se convertía en un sinónimo de vergüenza. El costo fue mucho más que legal, fue profundamente humano.

Y mientras leía esa entrevista, inevitablemente recordé otra historia. Distinta en contexto, pero cercana en esencia: la de Bernard Madoff.

Madoff no traficaba drogas ni armas, su escenario era más sofisticado,  este operaba en Wall Street. Fundador de una firma de inversión desde los años 60, expresidente del NASDAQ, y considerado un pionero de las finanzas modernas, ofrecía a sus clientes retornos milagrosamente estables, incluso en medio de las crisis. Nadie preguntaba demasiado: todos ganaban, o creían hacerlo. Pero todo era humo, operaba el esquema Ponzi más grande de la historia: más de 60 mil millones de dólares evaporados.

Cuando fue arrestado en 2008, miles de vidas colapsaron. En la audiencia de sentencia de 2009, algunas víctimas hablaron. Tom Fitzmaurice dijo: “Madoff no solo nos robó dinero, Nos robó seguridad, salud, sueños, años.” Michael Schwartz contó cómo él y su esposa perdieron los ahorros de toda una vida. Sheryl Weinstein describió la traición de alguien a quien consideraba cercano.

Fundaciones cerraron. Universidades perdieron becas. Familias enteras quedaron desamparadas. Y, al igual que con Lehder, la tragedia no se detuvo en lo económico.

El hijo mayor de Madoff, Mark, se suicidó en el segundo aniversario del arresto de su padre, Andrew, el menor, murió de cáncer convencido de que la enfermedad había sido acelerada por el escándalo. Su hermano fue condenado. Su esposa, Ruth, vive aislada, su apellido convertido en una carga.

¿Qué tienen en común estos dos hombres? Que lo tuvieron todo, y lo perdieron todo. Que confundieron éxito con poder, y poder con permanencia. Que construyeron imperios sobre cimientos que no soportaron el peso de la verdad. Que, en medio del brillo, dejaron que el dinero ocupara el lugar del alma.

No escribo esto desde la superioridad ni para moralizar. Lo escribo porque la Semana Santa, con todo lo que representa  invita a hacer algo que rara vez nos permitimos: detenernos. Mirar hacia dentro, preguntarnos en qué estamos poniendo nuestras fuerzas, nuestras decisiones, nuestra esperanza.

El dinero no es malo. Ni el éxito. Pero cuando se convierten en el fin último, cuando sacrificamos principios, vínculos, salud o verdad para mantener una imagen o escalar una posición, terminamos atrapados en una lógica de rendimiento sin alma. A veces no hace falta violar la ley para perderse; basta con ceder un poco cada día.

La historia de Madoff y la de Lehder, cada una en su extremo, nos recuerdan que el dinero puede construir y destruir al mismo tiempo, que hay ganancias que se pagan con el alma, que hay cifras que no compensan la ausencia y que el dinero , cuando no va acompañado de propósito, se convierte en un espejismo.

La Semana Santa no es solo una pausa en el calendario. Es una invitación a examinar lo invisible: lo que somos cuando nadie nos aplaude, lo que queda cuando lo externo se desmorona, reflexionar no solo sobre lo que estamos logrando, sino sobre lo que estamos perdiendo en el camino, sobre lo que pesa, sobre lo que vale, sobre lo que queda, la Semana Santa no es solo memoria o tradición, es una oportunidad para preguntarnos, con humildad, qué hemos construido y sobre qué lo hemos hecho. ¿Dónde está nuestro fundamento? ¿Qué permanece cuando el aplauso cesa y el ruido se disipa? ¿Qué hemos ganado que realmente valga? ¿Qué hemos perdido sin darnos cuenta?

Esta es mi   invitación para estos  días: volver a lo esencial. Dejar de medirnos por el brillo de la superficie y atender lo que hemos descuidado dentro, porque al final, cuando todo se detiene, solo permanece lo que fue edificado con verdad, con conciencia, con propósito, y eso —lo que permanece— es lo único que realmente cuenta.