Durante tres años seguidos reviví en mi mente cada escena de esa semana triste, día por día. Es increíble cómo la mente tiene el poder de traerte de vuelta el dolor, de hacerlo tan real que el tiempo se disuelve y te sumerge en una realidad paralela.
Sientes ira, insomnio, impotencia. Te repites mil veces: “¿Por qué no hice esto o aquello?”. Pero olvidamos algo: lo que sabemos ahora es resultado del tiempo que ya pasó. Es injusto con nosotros mismos juzgarnos por no haber sabido algo que solo Dios conocía, como si creer que haber actuado de otra manera hubiera cambiado todo. Como si el destino no estuviera en sus manos.
La noche en que murió, fui hasta la clínica, terca, a preguntar si era cierto. Porque, ¿y si se habían equivocado? ¿Y si quien murió era otro con el mismo nombre? Tenía que estar segura de que realmente se había ido. Y sí, era él.
Mi papi hubiese cumplido este 6 de febrero 78 años. Duele su ausencia. Duele aceptar que me tocó vivir su partida en plena pandemia, sin poder despedirme, sin un último adiós. Inocentemente, mi mamá y yo lo llevamos a la clínica pensando que solo tenía el azúcar por los cielos y que pronto estaría bien. Pero no fue así. Lo vi entrar a urgencias desde lejos y hasta ahí fue… nunca más volví a verlo, ni con vida ni sin ella.
También creo que, en esa soledad de la camilla de urgencias, su espíritu anhelaba encontrarse con su creador. Y Dios, en su misericordia, nos evitó un dolor aún mayor. No tuvimos que ver a nuestros padres juntos en cuidados intensivos, en medio de un mundo sumido en el caos, la incertidumbre y la muerte.
Han pasado casi cinco años desde aquel 27 de julio de 2020. Y solo en 2024 pude vivir esa semana sin llorar. Entendí que, al final, nada estaba en mis manos. Que hice todo lo que pude. Que luché. Que mi padre es salvo porque entregó su corazón a Cristo y que ya no hay enfermedad, porque su cuerpo material ya no existe. Pero, sobre todo, que Dios, en su soberanía y perfección, decidió que ese era el último capítulo del libro de la vida de mi papá.
Tal vez no tuvimos un último adiós, pero sí podemos elegir cómo vivir sus recuerdos. Traer a nuestra mente lo bueno, los momentos felices, esas anécdotas que se repiten en cada reunión familiar, hasta que las lágrimas se convierten en risas. Y así, sin darnos cuenta, esa persona nunca se va del todo… aún sigue viva en cada uno de nosotros.