El Tío Toño y su aferración a la vida

Por: Mario Sánchez Arteaga
1 mes atrás

El Tío Toño llevaba una semana de estar agonizando en medio de un gentío que había llegado hasta su casa colonial para despedirse de él en vida. Varios amagues de irse lo secundaban acompañado de incontables quejidos y molestias, luego se estabilizaba y reposaba sin que su cuerpo dejara de adoptar movimientos extraños en las articulaciones.

Permanecía acostado en una cama alquilada de clínica, debajo de un ventilador de techo enorme y dos de piso, ubicado en la terraza trasera de su vivienda, como una especie de velorio sin muerto, esperando que la poca vida que sucumbía del Tío, se apagara por completo. Los amigos y familiares ya estaban presentes, vestidos de luto, engafados para esconder el encebollamiento de los ojos. Las mujeres con sus encopetados peinados y abanicos de mano, los hombres revestidos de fragancia primaveral en sus camisas de lino.

El médico de cabecera había diagnosticado pocas horas de vida. La familia corrió a organizar todo y llamar a quienes se encontraban en tierras lejanas para estar en la última morada de uno de los hombres más respetables y honorables de la sociedad local.

La terraza tropical era amplia, adornada de hamacas guindadas en los horcones de teca, con varias palmeras y veraneras de todos los colores. Había un comedor para 16 personas y mecedores por todos lados. Al final, antes de entrar a la privacidad del recinto, donde solo unos pocos podían hacerlo, había un palomar con varias crías de corto vuelo que entraban y salían durante todo el día.

El portón de la terraza, de 3 metros de largo y 4 de ancho, estaba abierto de par en par, recibiendo las visitas desde el día que comenzó a recoger sus pasos y lograr una despedida del tumulto de personas que por curiosidad o afecto llegaban al lugar.

Todos sus hijos estaban presentes, menos “El Guille”, el menor de todos, quien se encontraba en medio del espesor de la manigua, donde la comunicación era nefasta y precaria. El Guille llevaba años de estar inmerso trabajando para causas revolucionarias. Era sociólogo de profesión con estudios de posgrado en ciencias políticas. Siempre fue un intelectual y acucioso seguidor de lineamientos de izquierda. Desde la universidad formó filas en movimientos estudiantiles, se especializó becado en el exterior, trabajó para varias ONG y Universidades; pero se dejó seducir para ser un activo militante de guerrillas; como ideólogo y asesor político y no hombre de armas, según él.

Don Antonio Pinilla (El Tío Toño) fue un reconocido político de la zona, ostentó cargos diplomáticos en el exterior, fue diputado y director de diferentes entidades del estado y sector de educación superior. Hombre culto y sobresaliente lector. Lucía siempre una barba algodonada que encajaba con su vestimenta blanca de pies a cabeza. Fue enfático en inducir a sus hijos a estudiar las carreras que él consideraba, y así fue: abogados, médicos e ingenieros, menos El Guille, quien se reusó al acecho del padre y se fue a la universidad pública a estudiar sociología.

Hubo cantaletas, reproches y amenazas acezantes de retirar todo apoyo económico al impúber revolucionario; los intentos fueron fallidos. Guille se graduó con honores.

Al ver que la comunicación era imposible, las hijas del Tío Toño, como le decía todo el mundo por mero cariño, era un Tío Universal, generoso y practicante de filantropía; llamaron al Arzobispo de la Arquidiócesis para que le aplicara los Santos Óleos. El Tío llevaba una semana agonizando y cada día parecía el último, peleaba con la muerte, aferrado a la vida. Un gocetas de parrandas interminables y buen comer.

El Arzobispo se encontraba fuera de la ciudad, pero prefirieron esperarlo a la opresión de la noche y no dejar que otro sacerdote le impartiera el sacramento. Como si los títulos o estatus religiosos de los clérigos lograsen medir la unción y espiritualidad que del cielo viene.

Al llegar el alto prelado, la terraza, aún atiborrada de gente, solicitó silencio y retiro temporal de las personas. El Tío Toño no abría los ojos, sus lamentos y quejidos del ocaso vital se estrepitaban en toda su humanidad. El Arzobispo le aplicó los aceites, lo tomó por la frente, lo confesó e inició una fuerte oración para lograr el deceso con tranquilidad.

Entre más oraba el clérigo, más se aferraba el Tío a no morir. Todos los hijos (Menos Guille) rodearon la cama, se abrazaban con el anciano, besaron su mano y le dieron el que creían el último adiós. El Arzobispo ya extenuado le ordenó en Latín y en Castellano que se fuera y descansara en paz; pero el enfermo firme en la batalla desobediente a la petición, seguía en su agonizante y lúgubre despedida sin dar el adiós final, mientras al fondo muy tenue le llegaban las melodías de Bovea y sus Vallenatos.

Al día siguiente, muy temprano, regresó Monseñor, infausto por la aferrada gracia de querer seguir viviendo del Tío Toño. El reporte de los hijos, ya en un deterioro de estar atendiendo personas, con un cuerpo vivo en cámara ardiente, desvelados por los suspiros permanentes y gemidos del desahuciado, fue seguir esperando el desenlace final. No había de otra.

Cuando Don Antonio Pinilla tenía 14 años, decía que al llegar a la edad de 20 se quitaría la vida por estar viejo. Ahora tendría 92 y no se quería morir.

Antes que Monseñor tomara el primer sorbo de bebida de hierbabuena que le habían ofrecido, sonó el celular de uno de los hijos. Era una videollamada del Guille. Le avisaron y salió de la zona rural donde se encontraba para llamar a su padre. Cuando le avisaron al Tío Toño que Guille, su hijo menor, estaba al teléfono, abrió los ojos, ¡sin poder hablar sonreía esforzado!

Guille explotó en un volcánico llanto pidiéndole perdón por no haber sido el hijo que quizás esperaba, le expresó el cariño y afecto que profesaba hacia su padre. Todos lloraban a cántaros al ver al Tío brotar tantas lágrimas que humedecieron la cama completa y al Arzobispo tomar la estola para limpiarse las suyas. Era una escena del más crudo amor misericordioso entre padre e hijo.

El Tío Toño dejó de agonizar, su cuerpo entró en una calma cósmica y cerró los ojos. Monseñor temió lo peor, que el cuasi muerto recuperara sus facultades de vida, pero no fue así. A las dos horas de haber escuchado al Guille, se oyó el último ronquido y expiró.

Era imposible que Guille llegara a las honras fúnebres, su nombre aparecía en el organigrama de una organización al margen de la ley y tendría orden de captura. Llegó pasadas las nueve noches, una madrugada, camuflado entre la lluvia. Ahí pasó su duelo en la intimidad y sigilo familiar.

ILDA, la mayor de los hermanos, le entregó a Guille un libro de la revolución cubana que su padre lo tenía para él hacía más de 10 años y nunca se lo entregó. Ya de regreso, Guille abrió el libro y encontró una nota con puño y letra del Tío Toño “No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad”.

Haciendo remembranza a la frase proclamada por el médico Abrenuncio, cuando le dijo al Marqués en “Del Amor y Otros Demonios”, en el desespero que este último buscaba la sanación para su hija Sierva María.

La nota terminaba con un entrecomillado “De todos mis hijos solo me consta que tú eres feliz, los demás llevan una vida impuesta por mí, y a ciencia cierta, no sé si serán felices”.

Con este mensaje post mortem, conociendo la medicina para todos los males, Guille, sintió el alivio de haber sido perdonado por su padre y desde la tribuna de la legalidad, se animó a seguir luchando los ideales de causas justas en una sociedad convulsionada por la desigualdad.

Posdata: Marcial Alegría, un año sin el gran contador de historias que a través de pinceles de pelo de gato y su universo de colores, narraba el cosmos de una aldea que universalizó con sus trazos. Que no se deje de cumplir el gran anhelo del maestro primitivista “La Casa Galería en su natal San Sebastián”.