El fantasma de Almanza: el primer mototaxista de la región

Por: Mario Sánchez Arteaga
2 semanas atrás

Los cañahuates floridos tapizaban el campo reseco con un tapete amarilloso de su follaje enrulado. Caían como lluvia veraniega noche y día, dejando que el camino se perdiera y solo nos guiábamos por la secuencia lineal de los árboles ubicados en ambos costados.

Siempre que pasaba por la entrada del pueblo, justo en el paradero improvisado de palma, estaba un hombre en moto; engorrado, de brazos fornidos y lucía un bigote poblado. Me era curioso verlo siempre que iba a vacacionar a la casa de campo familiar. Pasaban los días y cuando salíamos de regreso a casa, ahí estaba, pasmado en la misma posición, como congelado en el tiempo, en espera de algo.

Miraba con cierto misticismo, reflejando misterio; cauto y precavido. Usaba el cabello semi largo, en capas, dando una impresión de vacan y hombre picaron. Pasado cierto tiempo pregunté por el hombre de la moto. Eneida, la señora que prestaba los servicios domésticos de la finca, de tez oscura no solo por genética ancestral, sino también por los vestigios solares de la vida, me contó que el hombre prestaba servicio de trasporte en toda la región.

Había vendido un cuarterón de tierra y compró una moto para transportar desde la carretera principal, a caseríos, corregimientos y veredas. Una época en la que el único transporte en las zonas rurales, a parte de los carros Willys, eran las bestias.

Cuando alguien desde la ciudad se desplazaba hacía estas poblaciones, enviaban anuncios por la radio, para que el familiar tuviese a cierto día y hora, dos y tres bestias para el traslado de los equipajes y personas. Almanza, el hombre de la moto, visionó un trasporte innovador, compró la motocicleta, adicionó una parrilla trasera, y trasportaba hasta 3 adultos. Se convirtió en el más asediado por la rapidez, y de lunes a domingo sin descanso alguno, se ubicaba en las entradas de los pueblos.

La palabra mototaxi no existía en aquel entonces, por lo tanto, Almanza reinó en esa zona durante muchos años, con la misma moto blanca, desafiando trochas y barrizales.

En una de las tantas veces que fui a esa casa, siendo yo un adolescente, Eneida me dio la noticia que Almanza había muerto. Le dije que lo acababa de ver en la entrada del pueblo. Eneida me miró sin sorpresa y continuó en silencio pilando el arroz.

En la noche se metió en mi hamaca y me dijo: en verdad murió, pero yo también lo he visto algunas veces pasar a toda velocidad por el camellón. Me aseguraba que una y otra vez  lo había observado.

Al pasar siete días, de regreso a casa, lo volví a ver parqueado en su moto en la entrada del pueblo. Para cerciórame de lo que estaba presenciando, le dije a los familiares que me acompañaban en el carro, a manera de burla:

–Ese señor que está ahí, lleva toda una vida en esa moto. Dicen que fue el pionero de transportar personas en la región-

Todos miraron hacia atrás y me aseguraron que no veían a nadie en el paradero. Me atraganté la incertidumbre y comprendí que Eneida no mentía. ¿Pero…por qué solo ella y yo lo podíamos ver?

Así pasaron unos 5 años y observaba a la entrada del pueblo la moto blanca con el hombre en espera de algún pasajero.

Eneida había enfermado meses atrás y falleció a causa de una hemorragia interna. Fue una madrugada. Me dice su esposo que la sacaron en bestia, pero era muy lento el trayecto. Apareció una moto blanca con un señor de gorra, cuyo rostro no se divisaba, pero mostraba mucha amabilidad. La montó con destino al hospital más cercano que se situaba a hora y media.

Eneida me alcanzó a decir que Almanza falleció días antes de cumplir 70 años, se había devastado por el abandono de su mujer y eso lo llevaría a una depresión crónica y encierro que encausaron su muerte por desnutrición al no comer absolutamente nada. Su cuerpo fue encontrado rendido en una mecedora con alto estado de descomposición. Lo sepultaron en un cementerio de una población vecina.

La historia me conmovió demasiado. Por temas laborales tuve que regresarme solo. Un familiar me acercó hasta la entrada del pueblo, justo en el paradero,  para tomar un autobús que me llevaría de regreso a la ciudad.

En medio de la polvareda levantada por remolinos imprudentes e inesperados, apareció Almanza, el primer mototaxista de Córdoba.

Apareció de la nada como alma en pena sofocada, se parqueó a mi lado, sin apagar la moto y sin bajarse de ella; levantando sus cejas desordenadas atrofiadas por el desdén de la inexistencia. Miré al norte y al sur, hice un paneo de quién más nos observaba. No pasaba un solo vehículo, animal o gente por la carretera, no se escuchaba un solo pájaro trinar, no se movía absolutamente nada; subyugaba una soledad silenciosa que había entumecido a todo ser viviente como si el universo hubiese entrado en una corta siesta. Estábamos solo Almanza y yo.

En medio del temor, tuve el impulso de increparlo sin preámbulo alguno

-Dicen que estás muerto, tu tumba yace en el cementerio del pueblo de al lado-

-Si lo sabes para qué preguntas, dijo Almanza. Se pregunta lo que uno desconoce –

Aunque trataba de disimularlo, las piernas comenzaban a temblarme sutilmente. Tomé la decisión de preguntarle lo que todo hombre sobre la faz de la tierra desearía saber. – Cuándo me voy a morir?

Almanza no apagaba la moto, peinaba el bigote brochudo con sus dedos adornados con uñas llenas de mugre. Ocultaba un poco el rostro enlutado, y mirando vagamente al horizonte me dijo:

-El día que pierdas las ganas de amar y tengas cansancio de vivir. Eso pasa a cualquier edad. Puede ser a los 21 o a los 70 años –

Quedé estupefacto, porque precisamente en ese momento tendría 21 años. Almanza me hizo señas para que me subiera en la moto, en cuyo espejo derecho evidenciaba un cintillo morado. Inmediatamente le devolví el mensaje también con señas, haciendo con mi mano derecha que se fuera. Aceleró la Yamaha Enduro Blanca y se perdió en medio de la polvareda como alma en pena sofocada levantando todo el hojerío de los cañahuates.

Nunca más lo volví a ver. Ahora que me acerco a los 70, me asiste la incertidumbre de regresar por aquel camino y de saber si en verdad en esta ocasión no tendría escapatoria. Solo tengo un consuelo que coadyuva mi tranquilidad, no he perdido las ganas de amar y no me he cansado de vivir, por lo tanto, si me vuelto a encontrar con el fantasma de Almanza, tendré esa excusa para volver a negarme subir en su moto.

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