La elección de nuestros dirigentes es un acto de confianza, un pacto entre la ciudadanía y quienes tienen la responsabilidad de liderar el camino hacia el bienestar común. Esa confianza debe traducirse en acciones concretas que mejoren ostensiblemente la calidad de vida de todos, atendiendo no solo las necesidades urgentes de las comunidades, sino también fortaleciendo a la academia, los colectivos ciudadanos y las agremiaciones. La política, más que colores o ideologías, debe centrarse en el servicio leal y transparente de servirle bien a la gente.
Sin embargo, la realidad que actualmente enfrentamos en Colombia es fracturada y compleja. La creciente presencia de grupos al margen de la ley en diversos territorios no solo pone en riesgo la seguridad, sino que aumenta problemas como el narcotráfico, cuya cadena destructiva se extiende desde la producción hasta el microtráfico en las calles de barrios y corregimientos. Esta situación es alarmante por los riesgos que implica, además del impacto negativo en la convivencia y el desarrollo social.
En regiones como el Caribe, la inestabilidad de los servicios públicos se ha convertido en un obstáculo. Las tarifas de energía, que agobian a más de 11 millones de colombianos, son un ejemplo de cómo las expectativas de una vida mejor son electrocutadas. Urgen políticas eficientes que realmente promuevan el crecimiento económico y la competitividad de una región que lo tiene todo para el impulso de la economía del país.
El panorama nacional contrasta con lo que observamos en algunos países europeos y latinoamericanos como Chile y Uruguay, donde gobiernos de izquierda han logrado fórmulas que no sacrifican la producción, el empleo o la seguridad de sus ciudadanos. En Colombia, desafortunadamente, la política económica del actual gobierno ha sembrado el terreno para un incremento de la pobreza y el decrecimiento de sectores vitales como la inversión y el turismo, poniendo en jaque la estabilidad económica y social.
El alto costo de vida y el aumento histórico en el precio de la gasolina son golpes directos a la economía familiar. La carga tributaria creciente ahoga a la clase media y fomenta la informalidad, evidenciando una desconexión entre las políticas y las necesidades reales. Cada día, las promesas de cambios por igualdad y progreso suenan más vacías frente a una realidad marcada por la desigualdad.
Se prometió un cambio significativo, un salto hacia adelante para convertir al país en una potencia mundial de la vida comprometida con la justicia social y el medio ambiente. Sin embargo, el camino que hemos tomado parece afianzado en espinas, donde las reformas propuestas no terminan de calar ni mejorar la vida de los ciudadanos, sino que propician la división.
La incertidumbre del futuro de nuestros jóvenes es reflejo de una política económica que no logra adaptarse a los tiempos, así como no ofrece garantías para el desarrollo de la iniciativa privada, el libre mercado y el potencial de miles de emprendedores. Hoy, más que nunca, se deben reconsiderar las estrategias para evitar que la carga tributaria asfixie a la clase media y que la industria nacional cierre sus puertas. La falta de seguridad y garantías está haciendo que la inversión extranjera busque nuevos destinos, amenazando con llevarse las oportunidades de crecimiento para millones de colombianos.
Necesitamos un cambio, uno que reafirme un progreso inclusivo y sostenible, que le devuelva a Colombia su capacidad de soñar con un futuro mejor, donde la prosperidad no sea un espejismo, sino una realidad al alcance de todos con la que podamos construir un país más unido, equitativo y justo para las generaciones venideras.