El asteroide que viene y el que ya pasó

Por: Mario Sánchez Arteaga
3 semanas atrás

“La Bola de fuego”

Por estos días de infausta y trémula calor dominante, nos llega la apocalíptica información de un asteroide con posibilidades de entrar en la atmosfera y colisionar con nuestro planeta en el año 2032. Algunos sacan cuentas, como Everaldo, el vendedor de raspao a las afueras del colegio de mi hija menor, quien para esa fecha tendría 75 años y se da por bien servido vivir hasta esa edad. Según él, el mundo se acabará con este acontecimiento.

La preocupación surge, luego de que la Agencia Espacial Estadounidense NASA, anunciara una probabilidad de impacto de un 2,8% de peligrosidad. Más aún ha surgido cierta incertidumbre, debido al trabajo cooperado de la NASA con otras agencias similares, haciendo seguimiento y monitoreo exhaustivo a YR4, como ha sido bautizado el asteroide, para estar preparados ante cualquier eventualidad y aunar esfuerzos en pro de la seguridad planetaria.

– De aquí a esa fecha catastrófica el cambio climático habrá devastado aún más el ambiente, y no vamos a resistir ese chocorejo que vendrá a la lata y caiga donde caiga, “Santa Marta vía Calamar”, derechito, esto se acaba – narra de forma pintoresca Everaldo, mientras me despacha un raspao de maracuyá con leche condensada.

El asteroide ostenta unas dimensiones entre 40 y 90 metros de ancho, con un diámetro aproximado de 50 metros. Desde el 29 de julio de 1958, cuando fue creada la agencia espacial de mayor relevancia en el mundo (NASA) nunca había pronosticado una probabilidad de impacto tan cercana al globo terráqueo. La fecha tentativa sería el 22 de diciembre de 2032.

-Esos gringos ya saben todo, y lo saben hace ratooo docto. Ya esa gente ha hablado con marcianos y extraterrestres, se visitan y hasta ahijados deben tener en otras galaxias. Ellos no cuentan todo lo que saben. ¡Esto es un abrebocas! Exclamó Everaldo.

Le pagué el raspao, que estaba pertinente para aliviar el ensopado mediodía, el viento inmóvil se avistaba sin piedad mientras me subía al carro.

Hace muchos años, mi abuela Hilaria, en el halito de su jerga colosal, me contó la historia de “la Bola de Fuego” que pasó por el Sinú a mediados del siglo XX. Pude habérsela escuchado más de 10 veces. Siempre se le olvidaba que ya me la había narrado, y yo se la solicitaba insistentemente como se le pide una canción al cantante de vallenato en una parranda.

Era una tarde varada de vientos inexorables de septiembre, oscurecía mansamente mientras el curso de la naturaleza ordenaba el cosmos como un ajedrez, cada cosa en su sitio. “Los Gómez” era un caserío de chozas de bareque con paredes de estiércol de ganado, donde la gente civilizada se acordaba que existían solo para épocas electorales.

En verano el polvo de la carretera opacaba el verdor de la vegetación, en invierno solo se podía trasportar a pie o en bestias, porque todo era un lodazal que se formaba en sus campos cuando el río y la ciénaga se desbordaban a diestra y siniestra.

El ganado ya estaba encerrado en el corral, esperando una nueva jornada de ordeño a la mañana siguiente. Las gallinas acomodadas y recogidas con sus crías en los palos de totumo. Los monos se ubicaban en la cima de los campanos y los grillos iniciaban su faena nocturna de chirridos incesantes.

Las casas ubicadas en ese bolsillo del mundo ya habían prendido las lámparas de gas. Los toldos yacían colgados sobre las camas, como protección a las ráfagas de zancudos que por esta época del año llegaban producto de aguas marchitas empozadas.

En medio del concierto de los grillos, todos cenaban. Menos Rafael, el mayor de los hijos de una familia numerosa, que para ese entonces tendría 12 años y su abuelo, Eligio, le había encomendado cuidar la porqueriza. Por descuido del infante y distraerse cazando palomas, uno de los cerdos se salió y escapó monte adentro. La advertencia del abuelo Eligio era que no llegara a casa sin el cerdo. Rafael emprendió la odisea de buscar el animal en zona pantanosa y ya anocheciendo en la penumbra de las 6:30 pm no aparecía. El abuelo, energúmeno, lo esperaba con dos ramas de mata ratón para ajusticiarlo por el descuido.

De la nada, se escuchó un aterrador y estrepitoso ruido. Era como un trueno largo y frenético, sin saber de dónde venía y para donde iba, como los mequetrefes de antaño. El cielo malva de la juventud de la noche se fue eclipsando entre un rojo amarillento con un destello fantasmal y poco a poco fue apareciendo una enorme Bola de Fuego que aclaró el tapete terrestre como si fueran las 12 del mediodía.

La naturaleza en pleno entró en shock, las gallinas bajaban de los totumos, los gallos cantaban el que ellos creían el nuevo amanecer, el bramado de las vacas anunciaban el ordeño rutinario, los grillos callaron misteriosamente, los burros rebuznaban dislocados mientras los monos se lanzaban de lo más alto de los campanos como si tuviesen paracaídas. La gente salía corriendo de un lado a otro entre empellones, gritos, y llanto áspero de las embarazadas que entre el tumulto parieron de la impresión sin parteras. Los caballos se volaban las cercas y los peces saltaban de las represas buscando un refugio distinto al mundo acuático. Solo faltó que las manecillas del reloj giraran en sentido contrario.

En medio de la desconcertación, Rafael, ya resignado a recibir el castigo del abuelo, logro divisar en el rafagazo de luz al cerdo perdido, atollado en un barrizal entre platanales. Inmediatamente corrió a rescatarlo.

Mi abuela me contaba que parecía el fin del mundo, nada más terrorífico y abismalmente grandioso como aquella “Bola de Fuego” que transitó aproximadamente en 60 segundos. Al pasar velozmente, la oscuridad volvió a reinar en la noche apocalíptica, escuchándose un fuerte estupor cuando cayó el artefacto luminoso, estremeciendo la tierra y sacudiendo todo; ocasionando un ruidoso sonido de enorme olla de agua hirviendo. El silencio se tragó todo ser viviente, animal o cosa del lugar.

A lo largo de la historia, nuestro planeta ha experimentado innumerables impactos de asteroides, se estiman que anualmente caen alrededor de 17.000 meteoritos, de tamaños insignificantes y pasan desapercibidos. En su mayoría se desploman en el mar o se desintegran antes de tocar la superficie.  Se han identificado aproximadamente 190 cráteres de impactos de asteroides en la tierra y tienen menos de 500 millones de años.

La zona norte de Sudamérica, incluyendo a Colombia, Venezuela y Ecuador, son posibles áreas de impacto del asteroide YR4 en diciembre de 2032. Aunque no se puede vaticinar con una certeza absoluta el lugar exacto de la colisión, afirma la NASA. Para la Red Internacional de Advertencia de Asteroides (IAWN), otras zonas de riesgo incluyen el océano Atlántico, África, el Mar Arábigo o el sur de Asia.

Según estudios científicos, se cree que el cráter de Chicxulub, causado por un asteroide de entre 10 y 15 kilómetros de diámetro en la península de Yucatán, México, contribuyó a la extinción de los dinosaurios hace aproximadamente 65 millones de años.

Ya en el ocaso de su vejez ensoñada, con el desaliento de los años, volví a insistirle a mi abuela que me contara la historia. Ella sonrió, hizo un esfuerzo mental, se apretó las manos y solo me dijo – Eso fue maluco mijo –

Acarició su cabello cenizo y miró románticamente hacia los totumos, donde el Loro de más de 30 años anunciaba que iba a llover.

¿Será que Everaldo tendrá razón al asegurar que este si será el fin de la humanidad? ¿Lograrán desviar el asteroide para que no impacte en la tierra? ¿Las Agencias Espaciales saben mucho y no nos quieren decir la verdad? Me seguiré tomando el raspao de maracuyá con leche condensada, y mientras llega el día final de la otra Bola de Fuego, atenuaré el suspenso con las jocosidades pintorescas de Everaldo.

¡Buen viento, buena mar!