La paradoja del potencial: riqueza natural sin reglas para financiarla

Javier De La Hoz Rivero.
3 semanas atrás

En América Latina se habla cada vez más de sostenibilidad, pero aún se comprende poco del ecosistema financiero que realmente la hace posible. El informe Perspectivas Económicas de América Latina 2024, publicado por la OCDE, CEPAL, CAF y la Unión Europea, estimó en 99.000 millones de dólares anuales la brecha de financiamiento que enfrenta la región para cumplir sus compromisos de desarrollo sostenible. La cifra no solo es alarmante: es reveladora, no estamos ante un déficit técnico, sino ante un vacío estructural en la forma de concebir el vínculo entre política pública, inversión y regulación climática. Una brecha anual de USD 99 mil millones exige más que voluntad: requiere trazabilidad financiera, reglas claras y seguridad jurídica.

El problema no es de escasez de recursos, sino de arquitectura institucional. Con ingresos fiscales que promedian apenas el 21,5% del PIB y estructuras tributarias centradas en impuestos regresivos, el espacio fiscal sigue siendo limitado, a ello se suma que más del 50% de los trabajadores permanecen en la informalidad, lo que reduce el alcance de los instrumentos financieros y limita la capacidad de inversión de los hogares. Mientras tanto, el servicio de la deuda en varios países ya supera el gasto público en educación, salud o infraestructura. En este escenario, las metas climáticas se perciben como ambiciosas, pero financieramente inviables.

Colombia ha logrado avances importantes, aunque todavía insuficientes. El Plan Nacional de Financiamiento Climático, la taxonomía verde liderada por la Superintendencia Financiera, y herramientas como RENARE y el MRV (Monitoreo-reporte-verificación) financiero han sentado una base normativa alineada con estándares internacionales, no obstante la realidad pura y dura  es que el acceso efectivo al financiamiento internacional sigue siendo limitado frente al potencial real del país.

¿Por qué? Porque la clave no es solo técnica, sino jurídica. Para que una iniciativa climática movilice recursos, necesita demostrar trazabilidad, alineación normativa y resiliencia frente a auditorías multilaterales o controversias legales, y eso exige una articulación más precisa entre regulación, institucionalidad y modelo de negocio.

Los inversores institucionales, multilaterales y privados buscan señales claras: marcos jurídicos estables, mecanismos de rendición de cuentas y protección frente a arbitrajes internacionales. Esto implica actualizar contratos de concesión, incorporar cláusulas ambientales en la contratación pública, y fortalecer la capacidad del Estado para fiscalizar el cumplimiento de compromisos climáticos, de lo contrario, los proyectos seguirán acumulando promesas pero sin recursos.

El verdadero punto de inflexión no será financiero, sino normativo, para que el capital verde llegue —y permanezca— se requieren reglas estables, esquemas de riesgo transparentes y estándares que generen confianza. Los proyectos deben ser bancarizables, sí, pero también jurídicamente viables, con estructuras contractuales robustas y mecanismos de reporte auditables, es ahí donde se define si América Latina será un destino confiable para el capital climático o un territorio de incertidumbre regulatoria.

El caso de la Unión Europea es ilustrativo. Su taxonomía de finanzas sostenibles no solo organiza el mercado: protege la integridad ambiental, minimiza el greenwashing y garantiza que los flujos de financiamiento se orienten hacia actividades con impacto real. América Latina necesita avanzar en esa misma dirección si quiere competir por capital a escala global.

Países como Chile, por ejemplo, han dado pasos concretos al emitir bonos verdes soberanos con respaldo normativo. México ha incorporado criterios ESG en su sistema de compras públicas, y Uruguay avanza con un marco regulatorio para certificar servicios ecosistémicos. No es una utopía: es una agenda en marcha.

Hoy, lo ambiental ya no es solo una causa: es una categoría de inversión. Por eso, más allá de repetir diagnósticos, es urgente que gobiernos, empresas y operadores jurídicos actúen de forma coordinada para consolidar una plataforma que canalice recursos, gestione riesgos y proteja derechos, la transformación no vendrá de las metas, sino de los mecanismos, y esos mecanismos no se improvisan: se diseñan, se regulan y se blindan jurídicamente.

Pero este debate no ocurre en el vacío: también es geopolítico. En un mundo donde las potencias económicas compiten por liderar la transición energética, la capacidad de atraer capital climático define poder y relevancia, quien domina las reglas del financiamiento verde influye en las cadenas de valor globales, en los estándares tecnológicos y en la narrativa internacional sobre sostenibilidad.

Mientras la Unión Europea despliega iniciativas como Global Gateway y China avanza con su estrategia verde dentro de la Nueva Ruta de la Seda, América Latina sigue debatiendo si debe ajustar sus marcos jurídicos o crear nuevas institucionalidades, esa discusión ya llega tarde, la región no solo debe adaptarse, debe competir.

No se trata de ceder soberanía, sino de fortalecerla a través de reglas que inspiren confianza. El capital climático, más que un recurso financiero, es hoy una herramienta de influencia estratégica. América Latina no puede quedarse al margen de esa conversación.

El desafío es convertir el potencial en protagonismo. Y ese protagonismo comienza, como siempre, por el derecho.