El Salado en busca de la tranquilidad

Carmen de Bolívar /El Salado.  Pasaron más de diez años para recuperar el contento, o algunos signos de la alegría, de la celebración de la vida. Esos cinco días —del 16 al 21 de febrero del año 2000— en los que 450 combatientes del bloque norte de las Auc entraron al corregimiento, lo cercaron por sus veredas hasta llegar al parque en el que los salaeros celebraban todas sus fiestas, y torturaron, asesinaron, hicieron una rifa sórdida de muerte mientras festejaban con las gaitas de la casa de la cultura del pueblo; en esos cinco días, digo, se llevaron, hasta
11 años atrás

Carmen de Bolívar /El Salado.  Pasaron más de diez años para recuperar el contento, o algunos signos de la alegría, de la celebración de la vida. Esos cinco días —del 16 al 21 de febrero del año 2000— en los que 450 combatientes del bloque norte de las Auc entraron al corregimiento, lo cercaron por sus veredas hasta llegar al parque en el que los salaeros celebraban todas sus fiestas, y torturaron, asesinaron, hicieron una rifa sórdida de muerte mientras festejaban con las gaitas de la casa de la cultura del pueblo; en esos cinco días, digo, se llevaron, hasta de los lugares de encuentro que tenían en el caserío, el verdadero significado.

Cinco años después del retorno —luego de la masacre, de El Salado y sus veredas huyeron todos los pobladores, y regresaron en febrero de 2002— se hizo la primera fiesta en el caserío. Se hizo cerca a la cancha donde todo ocurrió, donde antes se celebraba con chirimías y gaitas, cerca y no en ella, por la memoria, por respeto a los muertos.

Jacqueline Cohen, coordinadora de cultura del caserío, bibliotecóloga de la biblioteca construida por la Fundación Semana, cuenta que entonces muchos se opusieron —hoy se oponen— a que las fiestas se realizaran en la cancha.

Ahí fue donde cayó la mayoría de gente, se derramó mucha sangre. Nosotros hace cinco años le hicimos un lavado a esa cancha, se le quitaron unos arcos, porque eso era una cancha de micro; se lavó en memoria de los que habían caído y para recordar que ese era el espacio de la comunidad, porque ahí era donde se hacían las fiestas antiguamente por eso se tenía que recuperar el espacio.

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Mientras sucedía la masacre, durante tres días, Jacqueline estuvo escondida en el monte con sus hijos. La segunda noche su esposo volvió para alimentar a los animales, cuando huía escuchó disparos, ráfagas, tomó otro camino, luego se encontrarían. La bibliotecóloga recuerda rodeada de libros, en la mesa está el documento del Centro de Memoria Histórica La Masacre de El Salado. Esa guerra no era nuestra, afuera los salaeros esperan la llegada del presidente Juan Manuel Santos que anunciará, con el presidente del Grupo Argos, José Alberto Vélez, el proyecto vial que comunicará —la carretera, hoy un poco mejor, fue un muladar imposible, catorce kilómetros de lodo que se convertían en camino de un día entero de viaje— al corregimiento con Carmen de Bolívar, por fin.

Este viernes diez de octubre todos en el pueblo recuerdan la felicidad del jueves, cuando la creciente trajo de nuevo la quebrada al pueblito y lo partió en dos, entonces ancianos, mujeres, hombres, niños, perros y marranos se revolcaron en la felicidad primigenia de descubrir el agua. “Aquí se celebra”, dirá después un trabajadora social de la Fundación Semana, organización de la revista que permanece en la comunidad desde 2009, que reconstruyen la memoria, que reconstruyen el pueblo.

Hace poco más de un mes, el 30 de agosto, las fiestas volvieron a la cancha con la celebración de Santa Rosa de Lima. Dice Jacqueline que desde esa huida del año 2000 no se le agradecía a la mujer peruana canonizada por el papa Clemente X como se debía, con un fandango.

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Hicimos la fiesta aquí en la cancha. Acá las fiestas son demasiado alegres, por eso es que los niños tocan música de viento, porque las fiestas siempre se han hecho con música de viento. En esas fiestas se hacen carreras de caballos, fandangos, que es como un baile con música de viento y prende uno velas y a bailar como si fuera una música de cumbia.

En la salida de El Salado un grupo de obreros de Argos trabaja en lo que será la carretera, la promesa de agilizar el comercio, de sacar los enfermos con rapidez; entonces llega el presidente y los salaeros aplauden, se alegran, se toman fotos, los niños se escabullen para que les toque la cabeza como si fuera un cura. En un lugar tan olvidado, tan en el sesgo, del que en un tiempo solo se acordaron los grupos armados —primero el frente 37 de las Farc, luego las Auc—, que un presidente ajuste una tercera visita es un milagro que hay comprobar con las manos. Entonces un salero que se me acerca y dice: “Hace dos años vino a la inauguración de esta biblioteca, hace como año y pico vino para anunciar la construcción de las cien casas, y la de hoy, antes aquí no venía nadie”.

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