Carácter en tierra movediza; ejercer el derecho ambiental sin ceder al ruido

Javier De La Hoz Rivero
1 mes atrás

Esta semana se celebró la Semana del Medio Ambiente, pero  más allá de campañas, paneles o compromisos públicos, hay un ejercicio silencioso que pocos reconocen y muchos juzgan: el de quienes practicamos el derecho ambiental.

No quiero hablar de normativas ni sentencias, quiero hablar del valor que se necesita para ejercerlo con integridad, pensar con claridad de propósito y actuar con firmeza para no ceder ante etiquetas fáciles, para no responder con rabia, pero tampoco con miedo, para entender que ser abogado ambiental no es ser enemigo de nadie, sino defensor de una causa mayor: garantizar que el desarrollo no borre la justicia ni silencie la verdad, y evitar que se bloquee el desarrollo con argumentos falaces.

Hay profesiones que incomodan, no solo por lo que hacen, sino por lo que representan, el ejercicio del derecho ambiental es una de ellas, no importa si se litiga por una comunidad afectada o se asesora a una empresa responsable; quien actúe en este campo, casi inevitablemente, será mirado con recelo desde algún flanco, a menudo se nos exige elegir una trinchera.

Pero el ejercicio real del derecho, el que se pisa con botas en el territorio y se argumenta con pulso firme en los estrados, no funciona con trincheras, funciona con principios, con evidencia, con equilibrio y  con carácter.

En América Latina, ejercer esta rama del derecho no es solo una labor jurídica, es, muchas veces, una forma de resistencia, una defensa —no siempre reconocida— del principio de legalidad frente a la omisión estructural del Estado, frente a intereses privados que buscan dañar sin responder, y también frente a ciertos grupos que enarbolan banderas ambientales pero que, en la práctica, se mueven por intereses distintos, intereses que terminan vaciando de contenido real las causas que dicen representar.

En mis ya 25 años de experiencia he asumido causas muy distintas, algunas con profundo contenido social, en comunidades fracturadas por décadas de abandono, otras, representando a compañías que necesitan operar con seguridad jurídica sin repetir errores del pasado, en ambas, la presión es la misma, explicar por qué defiendo lo que defiendo, dar más razones de las que otros deben dar, solo por ejercer en un campo donde todo parece politizado; no obstante el derecho ambiental —cuando se ejerce con honestidad— no es un campo de simpatías, sino de rigor, un espacio donde la credibilidad se construye no con discursos, sino con hechos, y ejercerlo con integridad implica navegar entre tensiones sin perder el centro, se debe  tener claro que a veces seremos aplaudidos por quienes ayer nos atacaban, y cuestionados por quienes antes nos apoyaban.

Porque aquí, los cambios de postura no siempre son incoherencia: a veces son consecuencia de actuar con criterio frente a la evidencia.

Una y otra vez, he comprobado que esta labor exige carácter, no  solo técnica, no solo conocimiento. Carácter para decir lo impopular., para insistir cuando se nos pide desistir, para documentar lo que incomoda, para no ceder ante quienes —con la voz del poder, de la costumbre o del lobby— intentan deslegitimar al abogado antes que sus argumentos, pero también para reconocer nuestros errores, para revisar una posición, cambiar una estrategia, adaptar un enfoque,  sin renunciar nunca a la vocación de fondo: buscar una solución que honre el derecho y no lo instrumentalice.

Uno de los elementos más desgastantes en este oficio no es el litigio en sí, es el desgaste moral de ser juzgado por lo que otros creen que uno representa, y  no solo desde afuera, muchas veces también desde adentro; desde colegas que han perdido el asombro ante el deterioro ambiental; desde instituciones que toman decisiones sin conocer el terreno; o desde sectores sociales que exigen posturas absolutas en medio de conflictos profundamente complejos.

No se puede ejercer este derecho con miedo a incomodar, no se puede vivir pendiente de agradar a todos porque el abogado ambiental —si hace bien su trabajo— inevitablemente resultará incómodo, a veces para la empresa, a veces para el gobierno, a veces para la misma comunidad.

He visto expedientes congelarse por presión política, he visto informes técnicos desaparecer, peritos reemplazados, acciones constitucionales convertidas en amenazas institucionales; pero también he visto jueces valientes, funcionarios comprometidos, empresarios que escuchan y corrigen y comunidades que, aun habiéndolo perdido casi todo, siguen creyendo en el camino jurídico para exigir respeto.

Ahí está el verdadero sentido de esta profesión, en no dejarse arrastrar por el escepticismo, en actuar con firmeza incluso cuando la institucionalidad es débil, en no perder la compostura cuando el ataque es personal, porque ejercer el derecho ambiental es también saber cuándo callar, cuándo insistir y cuándo decir basta, es entender que no todo se resuelve con un fallo, pero que un fallo puede cambiarlo todo. Es saber que la verdad, por incómoda que sea, merece ser dicha con respeto, evidencia y decencia profesional. Sí, muchas veces nos tocan causas impopulares, litigios donde el daño ambiental se entrecruza con intereses económicos, tensiones comunitarias y decisiones políticas, litigios sin salida fácil, pero en esos casos es cuando más se necesita carácter. No para ser héroes, no para tener siempre la razón, sino para que el proceso —cualquiera sea su desenlace— tenga legitimidad.

Lo repito con frecuencia a los jóvenes abogados que se acercan con entusiasmo a esta rama del derecho: prepárense para ser malinterpretados, para que su labor sea invisibilizada cuando incomode y celebrada solo cuando convenga, pero, sobre todo, prepárense para sostener su vocación sin perder el alma, porque lo que más necesita hoy el derecho ambiental no son más discursos ni más diagnósticos: es más integridad, más coraje, más abogados que sepan mantenerse en pie, incluso cuando tiemble el terreno. El derecho ambiental no es tierra firme. Pero precisamente por eso, es donde más se necesita firmeza.