Recién motilado, uno se siente liviano

Opinión / Marcos Velásquez


WHISKY

Los hombres siempre hemos ido a la barbería por razones de imagen, de imagen personal. A lo sumo, para sentirnos bien con nosotros mismos, para robar una mirada al público femenino, y de alguna manera, para sentirnos livianos, porque hay algo extraño cuando uno sale de la barbería después de acicalarse la barba o darse una motilada, uno siente como si se hubiera quitado un poco de peso de encima. Es extraña esa sensación, pero uno siente que está ligero en todo su ser.

No suele pasar lo mismo cuando uno está cargado de muchas tensiones del día o por los obstáculos o los escollos que se presentan en el fluir de la barca que es uno. El ideal es que todo le salga a uno según el deseo egoísta que a uno lo habita, sin embargo, una cosa es uno y otra la vida en sí misma.

Al no cotejarse este encuentro, el flujo energético que uno le imprime a la vida, se empieza a ralentizar, lo que deviene en un proceso energético que empieza a cobrar factura, por no fluir de modo natural hacia la exteriorización de la energía que se le pone al trabajo, la tarea o, en una palabra, el propósito, que uno se ha trazado en la vida, el organismo empieza a sentirse pesado.

Dicho peso no se percibe, pero sí se siente. La más de las veces, uno no sabe por qué, pero uno entra en un estado de cansancio que excede la tarea. Es decir, uno se siente más cansado de lo normal, lo que deviene en apatía para continuar con lo que uno se ha propuesto, tornándose dicho estado, en una posición de inanición compleja, dado que uno se alimenta igual que siempre, pero físicamente el cuerpo no da para seguir hacia adelante.

Uno siente cómo el organismo se materializa en cuerpo, aunque no se percata de ello. Uno no siente cómo las funciones orgánicas, somáticas, empiezan a tornarse en síntomas particulares que, a la luz de uno y de quienes comparten con uno, pasan inadvertidos.

Uno siente el cuerpo, el cuerpo pesado de uno que no permite que uno se mueva de la manera como uno usualmente lo hace. El síntoma característico de este estado es la abulia. A uno no le provoca hacer nada, empieza a quejarse, a dar vueltas para hacer las cosas, toma el celular y empieza a buscar con quién chatear. Si no hay nadie en esa puerta de la virtualidad, se va directo a Facebook con el anhelo de que alguien esté en línea.

Si tampoco funciona por ahí, uno salta a Instagram, tratando de encontrar una publicación que le levante el ánimo a uno. Y como suele pasar, como tampoco funciona esa red para el propósito que uno espera, uno se dirige a Pinterest para continuar alimentando los tableros de uno, los que no son más que la proyección ideal de lo que me falta, de lo que quiero tener o de lo que quiero ser y, según mi estado, o aun no lo soy o suspiro porque nunca lo seré, hasta que me aburro y me pongo a buscar videos para escuchar música viendo una pantalla donde hay unas historias audiovisuales, la más de las veces incoherentes con la letra de la canción que estoy escuchando pero, no me importa, porque lo que realmente quiero lo estoy logrando: estar ahí, sin estar en ninguna parte.

En mi oficina, en mi cubículo, en el asiento del bus, en la cafetería, en la banca del parque, en mi habitación, en la sala de espera de cualquier cosa, estoy en un estado en el que el Seol se ha tornado mi morada. Petrificado en mi padecimiento, por falta de energía, me encuentro en el estado de un muerto viviente, dado que siento el peso de mi cuerpo, pero mi cuerpo no me permite moverme porque no me provoca nada.

Entonces, de manera inverosímil, empiezo a notar que estoy aturdido, que aunque estoy en el presente, no me provoca hacer absolutamente nada hacia el futuro, como si no tuviera futuro, o como si estuviera petrificado porque me da miedo el futuro. Me poseen pensamientos del pasado y, sobre todo, pensamientos de todo lo que no me gusta de mi pasado. Lo que me lleva a no encontrarle sentido a nada de lo que pueda venir para mi vida más adelante.

Lo común es llegar a preguntarme: ¿será que estoy deprimido?, porque la depresión se asocia con la falta de energía, con el estado de ánimo que me postra en la inapetencia, la pesadez y la falta de deseo, y como esas manifestaciones sintomáticas lo inhiben a uno, entonces siento pena, actitud que me lleva a no tener ganas de hablar con nadie, despertando en mí un mal genio donde absolutamente todo me irrita. Desde el sonido del timbre del celular, hasta que me pregunten que si tengo hambre o qué tengo.

Y pues sí, tengo que reconocer que tengo un peso en el alma, en mis palabras que dicen, pero no significan nada. Cuando mis palabras ya no cobran un sentido en sí mismas, cuando lo que digo o pienso no tiene un significado que me lleva a la acción que se hace acto, es cuando mi imagen, aunque se refleja en el espejo, no me dice nada, no me devuelve el grado de alegría que encuentro en ella para confiar en mí.

En ese momento uno entra en una encrucijada: o me callo y sin asumirlo entro en depresión, en la falta de sentido en mis palabras que diciendo no dicen nada, porque no encuentran eco en el resonar de sus sentidos petrificándome y reduciéndome al peso de mi cuerpo, o me empujo a salir de donde estoy, para ir a la barbería a cortarme el pelo.

No hay mejor terapia para no caer más bajo del vacío en el que uno se haya y no se percata, que sentarse frente al espejo de la barbería y decirle al barbero: ¡motileme! ¿Cómo lo motilo?, pregunta usualmente el barbero. Y uno le responde con tranquila firmeza: ¡como siempre!, porque aunque uno entre en un estado de falta de sentido, uno siempre está ahí presente, a pesar de que en ese momento el cuerpo pese.

Por ello, lo paradójico de la motilada, dado que uno entra sin sentir el peso de su cuerpo, pero sale sintiéndose más liviano. Al parecer, el truco está en que el peso, aunque es el cuerpo quien nos lo denuncia y constata, es el alma, nuestras palabras, el vocabulario que uno utiliza, el estilo de pensar que uno edifica, quien nos da la pauta de sentido que nos permite sentirnos livianos o pesados.

Sin embargo, lo que no está en discusión es que recién motilado, uno se siente liviano. A lo sumo, ello se da porque uno guarda silencio mientras lo motilan, y al no pensar, la búsqueda de sentido al aplacarse permite que el cuerpo descanse. Por ello, al retornar la imagen de uno en sí misma, procura que el encuentro entre la presencia de uno y el reflejo de ella en el espejo, a través de la mirada, encuentren un equilibrio que nos arrebata el esbozo de una sonrisa.

Si esto no funciona, pues la encrucijada nos demanda ir donde el psicoanalista, dado que si el trabajo es energía en movimiento, al yo guardar silencio, me estoy negando pensar, al hacerlo, el peso de las palabras que no hayan sentido, me hunde en el fondo del alma, la que siempre ha de estar en contacto con el otro, aunque el otro no me colme, pero me recuerda que yo he de existir a pesar de él mismo.

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