Pablo Velásquez Urzola, el gerente de las imágenes

Por: Marcos Velásquez.


Por: Marcos Velásquez.

El Concejo de Bogotá, en nota de estilo, reconoció al Festival de Cine de Bogotá, homenajeando sus 35 años de trabajo continuo. Esta ceremonia se llevó a cabo el pasado lunes 11 de diciembre del año en curso, en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. La ceremonia fue presidida por María Victoria Vargas, Concejal de Bogotá.

Esta nota de prensa, escrita de manera sobria, cachaca, pareciera un error de edición para un diario costeño. Un fuera de contexto, diría un editor de prensa que recibe todos los días notas que desean resaltar, en el área de sociales, lo que acontece en la ciudad, dado que lo que no aparece en el periódico, es como si no hubiera sucedido.

Entonces surge la pregunta: ¿Qué tiene que ver el Festival de Cine de Bogotá con Córdoba? Pues que en la ya no tan fría capital de Colombia, el productor general del Festival de Cine de la ciudad de Bogotá, es un cordobés.

Pablo Velásquez Urzola, oriundo de Planeta Rica, creció con las imágenes de la pantalla gigante. Siendo hijo de Hernán Velásquez, ganadero de tradición familiar y Cira Urzola, mujer dedicada a su hogar, pero quien sabía que el mundo empezaba después de que se acababa la entrada a Planeta Rica, se encargaba de convencer en 1972 a su esposo, para que dejara ir los domingos por la noche, a las 7:00 p.m., a sus cuatro hijos en el carro que transportaba la leche, cosa que era complicada para un hombre que en la época solo pensaba que cada cosa era para cada cosa.

Pablo salía feliz al pueblo con sus hermanos, recibiendo siempre las indicaciones de mamá y asumiendo que sus hermanos le podían hacer bromas pesadas por ser el menor, pero no importaba, porque “el cine era la ventana al mundo de la que tanto hablaba mamá”, dice Pablo, quien recuerda los argumentos de la señora Cira: “Pero Hernán, deja que los pelaos conozcan el mundo, no todo es vacas, gallinas y caballos”.

Lo particular era que para la época, las películas que llegaban a Planeta Rica, eran mexicanas, donde se veía en pantalla grande a los caballos. Sin embargo, Pablo comprendió el deseo de su madre, quien siendo de pueblo, siempre pensó como una ciudadana del mundo. Él no se dejó deslumbrar por lo que veía en la finca y luego veía en el cine: las haciendas, los caballos, los peones, y toda la gente que como en la finca, luchaban por la tierra y tenían unas costumbres arraigadas a su terruño.

Pablo Velásquez Urzola vio en esas películas la interacción social del público. Más allá de las identificaciones con el galán que, para la época, era el único responsable de enamorar, cortejar y seducir a la protagonista, atendió con su mirada aguda cómo el público hacía la película a la par de los protagonistas. Pablo dice: “Era maravilloso ver cómo en la parte de adelante del teatro, se hacía la gran mayoría de los espectadores para ayudar a los protagonistas con sus escenas. Recuerdo que El Santo era el luchador de moda, y las personas al frente de la pantalla le gritaban ´ ¡ponte así, pégale ahí, abre el ojo que está detrás de ti!´, todos hacían la película, todos participaban en las escenas”.

El cine Planeta quedaba en la carrera séptima con calle veintiuno, y su entrada era un bazar, según lo recuerda Pablo: “Llegábamos de la finca en el carro de la leche que, por más que no quisiéramos, nos impregnaba de ese olor rancio que deja la leche derramada por los huecos que había en el camino y aunque el carro estuviera limpio, ese olor estaba presente, pero a nosotros no nos importaba porque íbamos para cine. Pero cuando llegábamos a la entrada del teatro, los olores se me olvidaban porque ahí encontrábamos el olor de los fritos: chicharrones, empanadas, carimañolas y cada venta de pueblo en esa fiesta de los domingos por la noche que era estar viendo una película. Vendían de todo en la entrada, como en un bazar, y luego a cine, donde nadie comía porque la boca era para decirle a los protagonistas, qué era lo que tenían que hacer”.

El cine era al aire libre. Las dos taquillas estaban en la mitad del frente del edificio, pero la entrada era por la parte izquierda de una de estas. Ahí se dividía el público, los que querían más bulla, más tropel, reírse a carcajadas y también actuar un poco al frente de la pantalla diciéndole a los actores qué tenían que hacer, y querían recibir los aplausos, las burlas o los abucheos de los espectadores que le gritaban: “¡Quítate payaso, que tú no eres la película, hombe, deja ver!”, y los que se hacían al subir por las escaleras que estaban a un brazo de pasar la puerta de la entrada, a mano derecha, en el balcón del segundo piso, porque querían ver la película de modo sobrio, pero con el privilegio de poder reírse de todas las bufonadas de quienes se antojaban de ser actores, pero solo llegaban a un mal acto de un payaso inexperto.

Pablo Velásquez recuerda que cuando en la película le mostraban los senos a una mujer, el público se exaltaba y se dividían las apreciaciones. Las damas se tapaban los ojos porque aún existía el pudor, mientras que los hombres alborotados al ver una mujer tan bonita semi desnuda, le increpaban sus deseos a la pantalla. Le gritaban a esa película, que después decían que era plebe por mostrar los senos: “¡Córtala! (hazle el amor), ¡arrúmala! (bésala), ¡hazle la vuelta!, ¡Llévatela!”.

Quizá Pablo no se percató que en esas vivencias de su “cine de experiencias”, por nombrar de algún modo todo lo que allí sucedía, se dio la semilla del director crítico y ordenado que llegaría a ser.

Siendo el menor de cuatro hermanos, que contaban cada uno con personalidades arrolladoras, duró mucho para tener su propia voz, dado que por ser el pequeño, siempre lo callaron y sentía que su punto de vista no era el más valido. A lo sumo, eso le inscribió en su búsqueda de independencia, la necesidad de estar lejos para hacer entenderle a muchos lo que él ya sabía, pero aún no había podido exponer con su propio estilo: que el mundo está hecho para ser organizado.

Tuvo que superar el momento de verdad más dramático de su infancia, como era un hombre de ideas fluidas, algo pasaba en su mente que cuando trataba de decir lo que pensaba, las palabras le salían de modo intermitente, y como él lo expresa: “Cuando yo cogía aire para hablar, ya mis hermanos habían dicho una misa, pero eso no me impidió ser profesor, hablar en público, cautivar gente, porque entendí que cada día de nuestra vida, siempre hay que superarse a sí mismo y ver dónde está la fortaleza, el talento que a uno lo habita, para hacerlo existir”.

Estudió en Planeta Rica, en Medellín, teniendo presente la escuela que había tenido con sus hermanos, donde aprendió que para evitar las risas y las mofas por pensar más rápido que los demás, tenía que hablar más pausado que ellos. Lo cual le develó un ejercicio de escucha con el que pocos contamos. Mientras todos hablan al garete, Pablo se detiene en cada palabra que aflora en el discurso. Este ejercicio que descubrió, para superarse a sí mismo, lo puso en práctica cuando en la radio, que era privilegio de pocos en los años sesenta y setenta, escuchaba vallenatos, “la música más hermosa del mundo, porque las letras del vallenato antiguo estaban llenas de palabras exquisitas, contaban con un léxico elegante, sonoro, excelso, que me permitían, cuando no estaba en cine, imaginarme las canciones como si las estuviera viendo en la pantalla los domingos”, dice Pablo.

Colombia le quedó pequeña, y sentando a papá y mamá, les dijo que él era un artista, que no lo comprendían y por eso había buscado en el mundo entero una escuela donde él pudiera encontrarse a sí mismo. Quería ser pintor, así como aprendió en los ochenta de su primer maestro de pintura, Bob Ross, quien lo embelesaba a través de sus programas de televisión y lo empujaban a hacer lo mismo que este hacía.

Para esa época, en su soledad y ya en Medellín, en una lucha interna con sus formas de sentir, el matoneo que siempre ha existido contra los pequeños, los que son de otro lugar o los que hablan pausado porque piensan más rápido que los demás, siendo el costeño de su salón, lleno de paisas que querían ser traquetos para tener fincas y estar con muchas viejas, Pablo se aferró de modo inconsciente a su tótem: el búho, el animal que inspira en nuestra cultura el ser intelectual, la razón, el pensamiento, las letras y las ideas.

Coleccionó más de quinientas figuritas, porcelanas y artesanías de búhos, los que no fueron un impedimento cuando su padre, quien le hizo un guiño para que no se fuera del país en una época en que solo las cartas era el medio de comunicación efectivo para saber cómo estaba el que partía, le dijo: “¿Y qué va a hacer con todos sus búhos?”, a lo que le respondió: “¡Pues los vendemos, y ahí tenemos una plata para el pasaje!”.

Partió a Nantes, Francia, en 1989, donde tuvo una estadía de cinco años, en los cuales se dedicó a la historia del arte, a pintar y a comprender que había artistas con talentos más desarrollados para la pintura que él, pero no se amilanó. Aprendió de las técnicas de sus profesores y depuró lo que había aprendido con Ross. Se especializó en historia del cine y su tesis de graduación fue un corto de animación en la técnica de Stop Motion, algo que para la época era vanguardista.

Con esta experiencia, y comprendiendo que todo extranjero en otro país, más que la morriña por estar lejos de la tierra, nunca será aceptado por sus anfitriones, quienes por bien que los traten, siempre están albergando el momento de su retorno, optó por regresar a Colombia.

Se instaló en Bogotá desde 1994. A sus veintisiete años, pensaba que su vida sería la docencia, porque a través de ella podría desarrollar todos sus talentos, compartiendo lo que sabía de arte, de cine, de historia, de técnicas contemporáneas de animación, con personas más jóvenes que él, quienes aún no habían encontrado un lugar en el mundo, y él, quien había vivido la incomprensión y había tenido que partir del país para decirse a sí mismo que era más que el silencio al que lo querían someter por ser el pequeño de la casa y por pensar más rápido que los demás tenía siempre que hablar pausadamente para que no se fueran a burlar, y siendo hijo de un ganadero, salir con dotes artísticas, pintor, antes que preocuparse por criar vacas, quería decirle a los que venían detrás de él, que sí se puede superar a sí mismo, siempre y cuando se encuentre y se asuma para ponerle el pecho a todos los que por no reconocerse, quieren destruir a los que están en sus propias búsquedas y por ser tan débiles, permiten que les hagan daño.

Un día, saliendo de clase, por saber francés, lo llamaron para que hiciera una traducción de una compañía francesa que tenía que hacer un montaje en el Teatro Nacional, lo que le pareció algo simple y le daba unos pesos de más. Sin embargo, lo que Pablo Velásquez Urzola no sabía, era que esa llamada le cambiaría la vida y por fin lo haría encontrarse, no con sus talentos, sino con su don.

Hizo su trabajo de traductor de un modo natural y espontáneo, sin saber que esa compañía hacía parte del primer Festival de Teatro que él iba a hacer. Encantados con su trabajo, la misma compañía lo solicitó como su traductor en el Festival de Teatro de Bogotá para el año siguiente, lo que lo puso a partir de ahí, en el lugar de los intérpretes.

Un año después, fue contratado para ser el Coordinador de Interpretes del Festival de Teatro de Bogotá, trabajo que realizó por doce versiones del mismo. A raíz de ello, fue llamado al Festival de Cine de Bogotá como productor general, lo cual ha hecho durante 10 años y el pasado lunes 11 de diciembre fue reconocido por su gestión de una producción basada en la gerencia.

Pablo cuenta que, “cuando me llamaron a coordinar los interpretes del Festival de Teatro, como era profesor, no le presté mayor interés a ese paréntesis de mi vida docente, yo pensé que si lograba que en salones de 80 personas casi adolescentes, primer semestre, segundo, en la CUN, donde tuve mi primer trabajo, conseguía que hicieran silencio y los cautivaba como audiencia, podía hacer lo mismo en el departamento de intérpretes del Festival de Teatro que, cuando yo lo asumí, contaba con 37 personas, y cuando lo dejé para pasar al Festival de Cine, eran 116”.

Cuenta Pablo Velásquez que para ese entonces, aunque era un hombre desconocido en el medio de los artistas nacionales, pero ya se había codeado con artistas internacionales en su Escuela de Bellas Artes de Nantes y en París, al ver por primera vez a Fanny Mikey y al encontrarse con el maestro Enrique Grau, fundador del Festival de Cine de Bogotá y saludarlos de la mano, al verse de verdad por primera vez con las personas que había visto en televisión y en las revistas de su mamá, fue muy emocionante y a pesar de haberse puesto muy nervioso, fue lo que le permitió decirse que tenía que hacer gestión cultural.

Descubrió su don, y que podía ser un líder, que él también podía hipnotizar a su público, les podía vender una idea, los podía motivar. Por ello, Pablo manifiesta que: “la gerencia es motivar al otro para que se desempeñe bien y sea un piñón de un gran engranaje, el festival que permite que todos puedan soñar, ver otros mundos”.

Abandonó la docencia y transformó los festivales en los que ha participado en los procesos más organizados que hacen que quienes trabajen allí, no solo amen su oficio, sino que hagan feliz a quienes comparten con ellos la atención que todos les brindan.

Recuerda Pablo que cuando empezó a producir el Festival de Cine de Bogotá, las películas llegaban en latas que protegían a las cintas: “cada película tiene siete latas, y teníamos un camión lleno de latas de cine marcadas: película ´tal´, rollo 1 rollo 2 rollo 3 etcétera. Hoy por hoy, las películas que se ven en cine, gracias a internet, se ven a través de un link, las latas desaparecieron, el formato evolucionó y pasamos de un camión lleno de latas, a prender un computador y pasar una película a un teatro lleno de espectadores dando enter a un link”.

Todos los que han trabajado con él, en los festivales que él produce, resaltan que siempre está sonriéndole al público y a su equipo de trabajo, así como contesta el teléfono calmadamente, por mal que la situación esté.

Hoy, en la celebración de su reconocimiento, pide que le pongan vallenatos, porque es lo único que ha escuchado desde que tiene memoria, dice que: “cuando era pequeño, las letras de esas canciones eran tan hermosas que hacían que el costeño hablara bonito, porque el vallenato viejo tiene palabras muy bonitos, escampar por ejemplo. Pero eso ya se perdió. Añoro las conversaciones con los campesinos de entonces, quienes tenían sonoridad en sus palabras. Para que me entienda: mi soundtrack, la banda sonora de la película de mi vida, es un vallenato siempre”.

Twitter: @MARCOS_V_M